
Supe en aquel instante que, pasara lo que pasara, nunca podría volver a mis antiguos límites.
ELIZABETH KOSTOVA, La historiadora.
ELIZABETH KOSTOVA, La historiadora.
PÉTALO TRAS PÉTALO.
Por Juan Pablo Matarredona.
Cuando desprendí el primero sentí su latido vegetal, no pensé que fuese a convertirse en un vicio. Pero ahí me hallé, desafiando a la estabilidad, renunciando a los placeres dados para abordar ese tren al que muchos catalogan como el de la aventura. No te voy a mentir, tuve miedo, pero la capacidad de auto convencimiento se impuso a los presentimientos. Nada malo podía ocurrirme, mi situación no tenía manera de ser empeorada, pensé.
Es cierto que dudé cuando le vi por vez primera. Es verdad que no supe si debía extraer aquel miembro de su corola. Pero mi inclinación por lo incierto, por lo riesgoso, fue más fuerte que la comodidad a que estaba sujeto.
Los hombres no nos percatamos de la gravedad de nuestras faltas la primera ocasión que las cometemos. Todo lo contrario, creemos que estamos incursionando en un nuevo mundo, más amplio del que conocíamos. Esa novedad pareció extender mis horizontes, darme la oportunidad de demostrarle al mundo cuán capaz soy.
El juego ya había comenzado y todo estaba a mi favor. Ahora debía pasar al siguiente nivel. Le vi, su blancura me agazapó. Pude haber detenido la partida y equilibrar mi situación, pero la soberbia y la ambición me obligaron a continuar. Ya era tarde cuando escuché el silencioso gemido, mis dedos ya le poseían, le había separado del resto. El pánico me invadió, estoy seguro que nadie más escuchó su estruendoso grito, ese imperceptible sonido que trepó intempestivamente hasta mi conciencia; la culpa me invadió, y era mi sentido de la responsabilidad el que me obligaba a hacer algo por corregir la falta cometida.
Nadie me informó que no había manera de recomponerle; de hecho, nadie me explicó la dinámica y las reglas del juego. Fue mi deformada intuición la que me inclinó a jugarlo sin antes pensar fríamente, sin consultar con la autoridad. Intenté devolver cada amputado miembro a su lugar, pero fue imposible.
Era tarde, el grisáceo rumor ya dominaba la escena; sobre las nubes, del otro lado del mundo, había quedado la luz que decidí no aprovechar. Fue entonces que caí en cuenta de que era dominado por una vegetal ludopatía. Y así he continuado, arrancando uno por uno los elementos de su estética, desequilibrando más cada vez su perfecta composición.
Sus alaridos penetran con más insistencia tras cada operación. Ahora yo grito con ella. Una y otra vez… Fuerte, ¡más fuerte! Lo siento, lo vivo, lo padezco… lo… lo sufro. Pero aquí permanezco con mi masoquismo, atentando contra la naturaleza, desprendiendo cada una de las opciones que me plantea… Aun estoy aquí, deshojando la margarita.
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