lunes, marzo 13, 2006

Aplauso 13 de marzo de 2006, El Noreste


Lo grave de que la muerte se acerque
no es la propia muerte con lo que traiga o no traiga,
sino que ya no se podrá fantasear con lo que ha de venir.
JAVIER MARÍAS, Todas las almas.



CUÁNTAS VIDAS
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Por Juan Pablo Matarredona

No está bien que escriba esto, hay cosas que no deben quedar para la memoria colectiva, pero no encuentro mejor método para intentar comprender el atroz acto que he cometido y, por qué no, para confesar mis terribles acciones.

Otrora fui feliz. Cada mañana encontraba a mi lado a esa mujer, mi mujer. Sandra era el único ser que me conocía plenamente, que podía identificar en mí cualquier estado de ánimo, por más que intentase disimular. La compañía más dulce que cualquier hombre pudiese desear: palabras de algodón, caricias de seda y, con ella, los placeres más envidiables para el más radical de los hedonistas.


Luego de haberle visto por vez primera en aquella reunión se convirtió en el lugar común de mis pensamientos, en el fin último de todos, absolutamente todos mis sentimientos. De ahí vino la primera cita en el café, luego un bar de copas, el cine, su casa, el teatro, mi apartamento, el parque, sus labios, el bosque, mi boca, el motel, el rancho de mi hermano, mi cama, su piel… ¡ah, su piel!... La boda de su prima, las caminatas por las calles de la ciudad, la churrería, su aguda mirada, los paseos por la montaña, su espeso interior, mi penetrante calor, la sábana siempre a un lado, su sexo, mi sexo, nuestro sexo… Sandra, yo, su risa, mi alegría, el matrimonio, nuestra vida juntos… La intimidad, la falta de pudor, su entrega, mi pasión, los ojos cerrados, el otro, su desamor, Rubén, una nueva chispa… mi soledad, el olvido.


Al principio ardíamos junto al rojo de los atardeceres, la pasión era nuestro ritual primario. Cada tarde, al volver de la rutina laboral, bastaba con abrir la puerta para encontrar al único motivo de mi persistencia en el mundo. Ahí estaba siempre, sentada en el sofá, leyendo algún libro - de esos que suelo llamar “literatura barata” - mientras esperaba mi llegada. Nuestro mundo se encontraba intacto, apartado de los demás para que sólo nosotros pudiésemos disfrutarlo.

Pero con el tiempo las cosas comenzaron a cambiar. Un martes por la tarde, cuando iba camino a casa, un presentimiento me hizo saber que algo anormal sucedía tras esa puerta del quinto piso. Antes de introducir la llave para abrirme paso a nuestro mundo, me detuve, intenté escuchar, pero no conseguí captar sonido alguno. Segundos después de cruzar la entrada comprendí lo que pasaba, Sandra no estaba ahí. No quise alarmarme; además, a su llegada tres horas más tarde, tuvo una muy buena explicación para su retraso. Pero por alguna razón sus labios no sabían como antes y sus caricias se hicieron ausentes.

A partir de aquel día los rojos atardeceres dejaron de existir, se tornaron monocromáticos. El jueves, de nuevo, faltó a nuestro momento especial. Y así, cada segundo o tercer día, la soledad me embargó. Desde el principio supe la razón, pero no quise aceptarlo hasta mucho después. Rubén era su nombre, nunca indagué sobre su vida. Temía darme cuenta de que me superaba y por eso merecía poseer lo que consideraba mi propiedad. Dejé todo por ella: familia, amigos, conocidos, compañeros. Abandoné una vida por hacer una nueva con Sandra. Al principio consideré que era mejor retenerla, aunque tuviese que permitir el adulterio.

Hay quien piensa que el abandono se produce sólo cuando una persona se aleja geográficamente, y eso es porque no conoce el abandono afectivo. Sandra decidió renunciar a mis sentimientos, despojarme de la emoción que me producía su cariño. ¡Qué sádica postura la suya! Creo que lo pude haber superado de no haber continuado bajo el mismo techo. Pero imagino que disfrutaba ver cómo, día con día, mi alma se hundía en la más profunda obscuridad al notar que su alegría la producía otro ser humano. Me hizo a un lado, me convertí en el objeto de su morbo, y no lo pude tolerar por mucho tiempo.

Nunca me declaré partidario de la venganza, pero no hallé otra manera de corregir esa situación. Mi alma estaba en juego, y era inaceptable ver que esa mujer gozaba por una causa ajena a mí.

Con decir una mentira me bastó para ponerles en situación de cometer un error. Mi supuesta ausencia, con motivo en un viaje laboral, les daría la oportunidad de hacer lo que toda pareja de amantes considera el mayor logro: pecar donde el matrimonio establecido tiene esa costumbre y obligación.

No fue difícil hacerme de un arma; aunque se cuente con poco dinero son de fácil acceso. Mi plan estaba hecho y lo cumpliría al pie de la letra.

— Adiós, querida, si no me doy prisa pierdo el vuelo.

La cafetería de la esquina resultó un buen refugio. Una taza, por favor, bien cargado. Los nervios crecían cada segundo. Más café, por favor. Por la ventana logré ver la llegada de Rubén. No había transcurrido ni una hora y ese ladrón ya estaba ahí. Sólo faltaba darles un poco de tiempo para atraparlos en el momento justo.

Veintitrés minutos más tarde pagué la cuenta, crucé la calle, entré al edificio, subí los peldaños hasta llegar a la quinta planta. La llave en una mano, la pistola en la otra. Quitarme los zapatos. Abrir sutilmente, sin hacer ruido. Caminar hasta la habitación, girar el picaporte, fornicación, gritos, confusión, súplicas, cuerpos desnudos, llanto, un arma, el frío metal, mi sien… ¡PUM!

Fue ahí donde decidí dejar una vida más. El recuerdo de mi muerte siempre les acompañará. Cuando vean sus sexos ahí estaré. Cuando menos así me darán una nueva vida, aunque no sea la más grata.

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