... uno no sabe cómo ni por qué hace las cosas
cuando ha cruzado un límite que tampoco sabe.
JULIO CORTÁZAR, Apocalipsis de Solentiname.
JULIO CORTÁZAR, Apocalipsis de Solentiname.
SE OFRECE RECOMPENSA.
Por Juan Pablo Matarredona
No sé cómo la perdí, güey, creo que nunca la voy a recuperar. ¡Ya! Por favor, no me regañes más. Si alguien sufre por lo que pasó, créeme que soy yo. ¡Carajo, te juro que he repasado un millón de veces todo lo que hice ese miércoles! Un miércoles curioso, por cierto, que duró treinta y una horas y no las reglamentarias veinticuatro. Digo, tenía que recuperar las siete que había hecho a un lado unos meses atrás.
Fue un cigarro lo que me despertó cuando ya se hacía tarde. Me quemó el pecho. Cómo iba a pensar que me quedaría dormido mientras fumaba luego de hacer el amor. Temí por mi vida, pero tuve suerte, imagina que no hubiese sido mi pecho, sino la cobija; sería más sencillo saber cómo la perdí.
Junto a mí estaba Paola, tremendamente cuajada, güey. Hasta me daba pena despertarle, si hubieses visto cuán angelical lucía me comprenderías, pero eran nuestras últimas horas juntos, así que debía animarle a levantarse. Lo primero que hizo fue darme una caja que contenía un portarretratos para que pusiese nuestras fotografías. Después una ducha rápida, al estilo de los gachupines (por algo huelen a ajo todo el tiempo), salir a prisa del edificio e introducirnos en el subterráneo, en Acacias. Apenas había terminado la madrugada, todavía no había mucho movimiento en la ciudad. De ahí hasta Alonso Martínez –por ahí trabajaba ella y también estaba el pub que frecuentábamos–, hacer correspondencia con la línea diez para, finalmente, llegar a Nuevos Ministerios. La zona que más me gustaba de sus interminables pasillos era en la que no es necesario caminar porque unas bandas te transportan. Un largo trecho hasta la calle, caminar por Orense, doblar en Hernani y hacerlo nuevamente en General Moscardó.
Subí hasta el séptimo piso por el equipaje. Hubo algunas palabras cariñosas para con la familia, algo había que decir antes de no volver a verles jamás. Los tradicionales besos en cada mejilla y un irreal hasta luego. Nuevamente caminar a Nuevos Ministerios cargados con cuarenta y dos kilogramos de equipaje. Ahora había que tomar la línea ocho, hasta Barajas.
Esos sí eran trenes; un metro de primer mundo, güey, sin división entre los vagones, impecable; bueno, ¡hasta con televisión! Íbamos montados en el primero, en el que va el conductor, hasta el frente. Podíamos ver cómo el túnel se abría ante nosotros. Durante un momento se detuvo la marcha. Estábamos tensos, se hacía tarde para facturar las maletas. Los demás pasajeros se quejaron junto a nosotros, fue un buen momento para socializar con esa gente anónima. Pero no tardamos en movernos de nuevo.
Al llegar a nuestro destino corrimos al módulo de la aerolínea. Afortunadamente el trámite no duró mucho y teníamos tiempo para un café. Fue un momento incómodo, no sabíamos qué decir, quedaban pocos minutos para la despedida. Mientras, hice algunas llamadas a aquellos de quienes había olvidado despedirme, mi prima, por ejemplo. Llegó el momento de ir a la Terminal 1. De pronto, recordé que había olvidado en la cafetería el obsequio de Paola. Regresé a toda prisa y parecía que el objeto ya tenía nuevo dueño. Discutí con el camarero para que me lo devolviese, no me costó mucho trabajo convencerle. Eché a correr hasta la sala de abordaje, un pequeño beso y, de nuevo, un hasta luego. Fue allí donde me quebré. Ahí me tenías fumando y llorando como un empedernido en la pequeña área reservada para los que todavía disfrutamos del tabaco. Un par de mensajes vía celular para terminar de despedirme de mi hermano y de mi prinsssesa. Lágrimas, arrepentimiento, valor. Lo mejor era apagar el teléfono para que no pudiesen disuadirme de no subir al avión.
Un par de horas más tarde llegué a Charles de Gaulle. Ahí sufrí las prisas una vez más. No tenía ni hora y media para caminar de la terminal 2F a la 2C; además, debía fumar en algún momento. En verdad fue complicado encontrar el recóndito punto de encuentro para los que necesitamos nicotina, cada día nos hacen más a un lado. Luego, la desorganizada fila para abordar. ¡Ay, esos parisinos! Un inmenso grupo de adultos mayores (o viejitos, que es lo mismo) que decidieron ir de viaje a mi país e iban cargados de provisiones para alimentarse durante el trayecto. ¿Nadie les explicó que en los aviones sirven comida? Bueno, sí hombre, lo sé; insípida, pero aún así es comida.
De las siguientes once horas recuerdo poco. Muchas lágrimas, tristeza, un libro que me acompañaba, varias cervezas, interminables caminatas por el diminuto pasillo de la aeronave, algunos minutos de sueño. Creo que para ese entonces ya la había abandonado. Me parece haberla dejado al apagar aquel cigarro que me hizo recobrar la conciencia por la mañana. Creo que fue entonces cuando perdí la vida. No sé cómo recuperarla. Por favor, si la ves por ahí avísame, habrá recompensa.
Fue un cigarro lo que me despertó cuando ya se hacía tarde. Me quemó el pecho. Cómo iba a pensar que me quedaría dormido mientras fumaba luego de hacer el amor. Temí por mi vida, pero tuve suerte, imagina que no hubiese sido mi pecho, sino la cobija; sería más sencillo saber cómo la perdí.
Junto a mí estaba Paola, tremendamente cuajada, güey. Hasta me daba pena despertarle, si hubieses visto cuán angelical lucía me comprenderías, pero eran nuestras últimas horas juntos, así que debía animarle a levantarse. Lo primero que hizo fue darme una caja que contenía un portarretratos para que pusiese nuestras fotografías. Después una ducha rápida, al estilo de los gachupines (por algo huelen a ajo todo el tiempo), salir a prisa del edificio e introducirnos en el subterráneo, en Acacias. Apenas había terminado la madrugada, todavía no había mucho movimiento en la ciudad. De ahí hasta Alonso Martínez –por ahí trabajaba ella y también estaba el pub que frecuentábamos–, hacer correspondencia con la línea diez para, finalmente, llegar a Nuevos Ministerios. La zona que más me gustaba de sus interminables pasillos era en la que no es necesario caminar porque unas bandas te transportan. Un largo trecho hasta la calle, caminar por Orense, doblar en Hernani y hacerlo nuevamente en General Moscardó.
Subí hasta el séptimo piso por el equipaje. Hubo algunas palabras cariñosas para con la familia, algo había que decir antes de no volver a verles jamás. Los tradicionales besos en cada mejilla y un irreal hasta luego. Nuevamente caminar a Nuevos Ministerios cargados con cuarenta y dos kilogramos de equipaje. Ahora había que tomar la línea ocho, hasta Barajas.
Esos sí eran trenes; un metro de primer mundo, güey, sin división entre los vagones, impecable; bueno, ¡hasta con televisión! Íbamos montados en el primero, en el que va el conductor, hasta el frente. Podíamos ver cómo el túnel se abría ante nosotros. Durante un momento se detuvo la marcha. Estábamos tensos, se hacía tarde para facturar las maletas. Los demás pasajeros se quejaron junto a nosotros, fue un buen momento para socializar con esa gente anónima. Pero no tardamos en movernos de nuevo.
Al llegar a nuestro destino corrimos al módulo de la aerolínea. Afortunadamente el trámite no duró mucho y teníamos tiempo para un café. Fue un momento incómodo, no sabíamos qué decir, quedaban pocos minutos para la despedida. Mientras, hice algunas llamadas a aquellos de quienes había olvidado despedirme, mi prima, por ejemplo. Llegó el momento de ir a la Terminal 1. De pronto, recordé que había olvidado en la cafetería el obsequio de Paola. Regresé a toda prisa y parecía que el objeto ya tenía nuevo dueño. Discutí con el camarero para que me lo devolviese, no me costó mucho trabajo convencerle. Eché a correr hasta la sala de abordaje, un pequeño beso y, de nuevo, un hasta luego. Fue allí donde me quebré. Ahí me tenías fumando y llorando como un empedernido en la pequeña área reservada para los que todavía disfrutamos del tabaco. Un par de mensajes vía celular para terminar de despedirme de mi hermano y de mi prinsssesa. Lágrimas, arrepentimiento, valor. Lo mejor era apagar el teléfono para que no pudiesen disuadirme de no subir al avión.
Un par de horas más tarde llegué a Charles de Gaulle. Ahí sufrí las prisas una vez más. No tenía ni hora y media para caminar de la terminal 2F a la 2C; además, debía fumar en algún momento. En verdad fue complicado encontrar el recóndito punto de encuentro para los que necesitamos nicotina, cada día nos hacen más a un lado. Luego, la desorganizada fila para abordar. ¡Ay, esos parisinos! Un inmenso grupo de adultos mayores (o viejitos, que es lo mismo) que decidieron ir de viaje a mi país e iban cargados de provisiones para alimentarse durante el trayecto. ¿Nadie les explicó que en los aviones sirven comida? Bueno, sí hombre, lo sé; insípida, pero aún así es comida.
De las siguientes once horas recuerdo poco. Muchas lágrimas, tristeza, un libro que me acompañaba, varias cervezas, interminables caminatas por el diminuto pasillo de la aeronave, algunos minutos de sueño. Creo que para ese entonces ya la había abandonado. Me parece haberla dejado al apagar aquel cigarro que me hizo recobrar la conciencia por la mañana. Creo que fue entonces cuando perdí la vida. No sé cómo recuperarla. Por favor, si la ves por ahí avísame, habrá recompensa.
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