domingo, marzo 26, 2006

Las mentes más puras y sesudas son aquellas
que aman el color por encima de todo.
JOHN RUSKIN

POLICROMA.
Por Juan Pablo Matarredona.

Un día como cualquier otro el naranja pintó mi habitación, me levanté, fui al blanco y descubrí que salía rojo. No era para alarmarme, tal vez era por lo que había entrado un día antes; preferí no ponerle mucha atención. Lo feo pasó cuando volví a visitar el blanco, rojo apareció otra vez. ¡Qué miedo!

Me daba pena decírselo a alguien, pero decidí que lo mejor era preguntar, así que me subí al plateado y me fui. No tardé mucho en llegar, y vi muchos colores, no eran muy alegres, pero tampoco tristes. Cuando llegué hasta arriba pregunté por él, pero me dejaron esperando un buen rato en ese lugar gris. Después de una media hora me dijeron señor de verde y rojo, pase, es hasta el fondo a la izquierda. Caminé, caminé y caminé nueve pasos para llegar al fondo, crucé la café y me saludó el blanquiazul.

Al principio fue muy amable, me hizo muchísimas preguntas para sonrojarme, pero de ese color ya tenía mucho como para querer todavía más. Después revisó, revisó y revisó durante un minuto. El naranja entraba por la ventana y yo preferí ver hacia el blanco de arriba como para fingir que no pasaba nada, me moría de pena.

Luego de checar durante un ratito, blanquiazul me dijo que me podía enrojecer más, que hasta me podía poner negro y que todo era culpa de la señorita de rosa. ¡Me regañó horrible! No hacía falta que me pegara con el cinto ni nada de eso; con las fotos rojas, rojas, rojas que me enseñó fue suficiente como para que me sintiera muy mal. Me puse súper triste.

Cuando salí de ahí las transparentes saltaban desde mis ojos y hacían más brillante el rosa de mis mejillas. Llegué aquí y encendí la blanca –aunque para ese entonces ya se veía más amarillenta– y me puse a investigar. Me indigné muchísimo, me di cuenta que el señor blanquiazul había exagerado para espantarme, se aprovechó de mi inocencia. Pero sí era cierto es que la de rosa tenía la culpa. Le llamé, le dije, le recomendé, le reclamé, pero ella lo negó todo, todo, todo.

Estuve muy triste, triste, triste por días, días y días. Hasta le pedí a Amarillo que me ayudara; en fin, hace mucho, mucho tiempo también tuvo rojo. ¡Muchísimo rojo! Nomás porque nadie le creía. Ah, pero ahora sí, todos (bueno, casi todos) le creen. Unos días después blanquiazul me arregló. Qué chistoso, para quitarme el rojo me tuvo que poner más rojo. Me sentí muy mal, pero todo era por mi bien.

Luego, la de rosa, me dijo que la de azul también expresaba rojo. Me sentí muy ofendido, porque azul y verde nunca nos mezclamos, te lo juro, ¡cómo se atreve a insinuarlo! Pero bueno, lo importante es que ya soy verde otra vez. ¡Qué alegría que no me puse negro!

domingo, marzo 19, 2006

... uno no sabe cómo ni por qué hace las cosas
cuando ha cruzado un límite que tampoco sabe.
JULIO CORTÁZAR, Apocalipsis de Solentiname.

SE OFRECE RECOMPENSA.
Por Juan Pablo Matarredona

No sé cómo la perdí, güey, creo que nunca la voy a recuperar. ¡Ya! Por favor, no me regañes más. Si alguien sufre por lo que pasó, créeme que soy yo. ¡Carajo, te juro que he repasado un millón de veces todo lo que hice ese miércoles! Un miércoles curioso, por cierto, que duró treinta y una horas y no las reglamentarias veinticuatro. Digo, tenía que recuperar las siete que había hecho a un lado unos meses atrás.

Fue un cigarro lo que me despertó cuando ya se hacía tarde. Me quemó el pecho. Cómo iba a pensar que me quedaría dormido mientras fumaba luego de hacer el amor. Temí por mi vida, pero tuve suerte, imagina que no hubiese sido mi pecho, sino la cobija; sería más sencillo saber cómo la perdí.

Junto a mí estaba Paola, tremendamente cuajada, güey. Hasta me daba pena despertarle, si hubieses visto cuán angelical lucía me comprenderías, pero eran nuestras últimas horas juntos, así que debía animarle a levantarse. Lo primero que hizo fue darme una caja que contenía un portarretratos para que pusiese nuestras fotografías. Después una ducha rápida, al estilo de los gachupines (por algo huelen a ajo todo el tiempo), salir a prisa del edificio e introducirnos en el subterráneo, en Acacias. Apenas había terminado la madrugada, todavía no había mucho movimiento en la ciudad. De ahí hasta Alonso Martínez –por ahí trabajaba ella y también estaba el pub que frecuentábamos–, hacer correspondencia con la línea diez para, finalmente, llegar a Nuevos Ministerios. La zona que más me gustaba de sus interminables pasillos era en la que no es necesario caminar porque unas bandas te transportan. Un largo trecho hasta la calle, caminar por Orense, doblar en Hernani y hacerlo nuevamente en General Moscardó.

Subí hasta el séptimo piso por el equipaje. Hubo algunas palabras cariñosas para con la familia, algo había que decir antes de no volver a verles jamás. Los tradicionales besos en cada mejilla y un irreal hasta luego. Nuevamente caminar a Nuevos Ministerios cargados con cuarenta y dos kilogramos de equipaje. Ahora había que tomar la línea ocho, hasta Barajas.

Esos sí eran trenes; un metro de primer mundo, güey, sin división entre los vagones, impecable; bueno, ¡hasta con televisión! Íbamos montados en el primero, en el que va el conductor, hasta el frente. Podíamos ver cómo el túnel se abría ante nosotros. Durante un momento se detuvo la marcha. Estábamos tensos, se hacía tarde para facturar las maletas. Los demás pasajeros se quejaron junto a nosotros, fue un buen momento para socializar con esa gente anónima. Pero no tardamos en movernos de nuevo.

Al llegar a nuestro destino corrimos al módulo de la aerolínea. Afortunadamente el trámite no duró mucho y teníamos tiempo para un café. Fue un momento incómodo, no sabíamos qué decir, quedaban pocos minutos para la despedida. Mientras, hice algunas llamadas a aquellos de quienes había olvidado despedirme, mi prima, por ejemplo. Llegó el momento de ir a la Terminal 1. De pronto, recordé que había olvidado en la cafetería el obsequio de Paola. Regresé a toda prisa y parecía que el objeto ya tenía nuevo dueño. Discutí con el camarero para que me lo devolviese, no me costó mucho trabajo convencerle. Eché a correr hasta la sala de abordaje, un pequeño beso y, de nuevo, un hasta luego. Fue allí donde me quebré. Ahí me tenías fumando y llorando como un empedernido en la pequeña área reservada para los que todavía disfrutamos del tabaco. Un par de mensajes vía celular para terminar de despedirme de mi hermano y de mi prinsssesa. Lágrimas, arrepentimiento, valor. Lo mejor era apagar el teléfono para que no pudiesen disuadirme de no subir al avión.

Un par de horas más tarde llegué a Charles de Gaulle. Ahí sufrí las prisas una vez más. No tenía ni hora y media para caminar de la terminal 2F a la 2C; además, debía fumar en algún momento. En verdad fue complicado encontrar el recóndito punto de encuentro para los que necesitamos nicotina, cada día nos hacen más a un lado. Luego, la desorganizada fila para abordar. ¡Ay, esos parisinos! Un inmenso grupo de adultos mayores (o viejitos, que es lo mismo) que decidieron ir de viaje a mi país e iban cargados de provisiones para alimentarse durante el trayecto. ¿Nadie les explicó que en los aviones sirven comida? Bueno, sí hombre, lo sé; insípida, pero aún así es comida.

De las siguientes once horas recuerdo poco. Muchas lágrimas, tristeza, un libro que me acompañaba, varias cervezas, interminables caminatas por el diminuto pasillo de la aeronave, algunos minutos de sueño. Creo que para ese entonces ya la había abandonado. Me parece haberla dejado al apagar aquel cigarro que me hizo recobrar la conciencia por la mañana. Creo que fue entonces cuando perdí la vida. No sé cómo recuperarla. Por favor, si la ves por ahí avísame, habrá recompensa.

lunes, marzo 13, 2006

Aplauso 13 de marzo de 2006, El Noreste


Lo grave de que la muerte se acerque
no es la propia muerte con lo que traiga o no traiga,
sino que ya no se podrá fantasear con lo que ha de venir.
JAVIER MARÍAS, Todas las almas.



CUÁNTAS VIDAS
.

Por Juan Pablo Matarredona

No está bien que escriba esto, hay cosas que no deben quedar para la memoria colectiva, pero no encuentro mejor método para intentar comprender el atroz acto que he cometido y, por qué no, para confesar mis terribles acciones.

Otrora fui feliz. Cada mañana encontraba a mi lado a esa mujer, mi mujer. Sandra era el único ser que me conocía plenamente, que podía identificar en mí cualquier estado de ánimo, por más que intentase disimular. La compañía más dulce que cualquier hombre pudiese desear: palabras de algodón, caricias de seda y, con ella, los placeres más envidiables para el más radical de los hedonistas.


Luego de haberle visto por vez primera en aquella reunión se convirtió en el lugar común de mis pensamientos, en el fin último de todos, absolutamente todos mis sentimientos. De ahí vino la primera cita en el café, luego un bar de copas, el cine, su casa, el teatro, mi apartamento, el parque, sus labios, el bosque, mi boca, el motel, el rancho de mi hermano, mi cama, su piel… ¡ah, su piel!... La boda de su prima, las caminatas por las calles de la ciudad, la churrería, su aguda mirada, los paseos por la montaña, su espeso interior, mi penetrante calor, la sábana siempre a un lado, su sexo, mi sexo, nuestro sexo… Sandra, yo, su risa, mi alegría, el matrimonio, nuestra vida juntos… La intimidad, la falta de pudor, su entrega, mi pasión, los ojos cerrados, el otro, su desamor, Rubén, una nueva chispa… mi soledad, el olvido.


Al principio ardíamos junto al rojo de los atardeceres, la pasión era nuestro ritual primario. Cada tarde, al volver de la rutina laboral, bastaba con abrir la puerta para encontrar al único motivo de mi persistencia en el mundo. Ahí estaba siempre, sentada en el sofá, leyendo algún libro - de esos que suelo llamar “literatura barata” - mientras esperaba mi llegada. Nuestro mundo se encontraba intacto, apartado de los demás para que sólo nosotros pudiésemos disfrutarlo.

Pero con el tiempo las cosas comenzaron a cambiar. Un martes por la tarde, cuando iba camino a casa, un presentimiento me hizo saber que algo anormal sucedía tras esa puerta del quinto piso. Antes de introducir la llave para abrirme paso a nuestro mundo, me detuve, intenté escuchar, pero no conseguí captar sonido alguno. Segundos después de cruzar la entrada comprendí lo que pasaba, Sandra no estaba ahí. No quise alarmarme; además, a su llegada tres horas más tarde, tuvo una muy buena explicación para su retraso. Pero por alguna razón sus labios no sabían como antes y sus caricias se hicieron ausentes.

A partir de aquel día los rojos atardeceres dejaron de existir, se tornaron monocromáticos. El jueves, de nuevo, faltó a nuestro momento especial. Y así, cada segundo o tercer día, la soledad me embargó. Desde el principio supe la razón, pero no quise aceptarlo hasta mucho después. Rubén era su nombre, nunca indagué sobre su vida. Temía darme cuenta de que me superaba y por eso merecía poseer lo que consideraba mi propiedad. Dejé todo por ella: familia, amigos, conocidos, compañeros. Abandoné una vida por hacer una nueva con Sandra. Al principio consideré que era mejor retenerla, aunque tuviese que permitir el adulterio.

Hay quien piensa que el abandono se produce sólo cuando una persona se aleja geográficamente, y eso es porque no conoce el abandono afectivo. Sandra decidió renunciar a mis sentimientos, despojarme de la emoción que me producía su cariño. ¡Qué sádica postura la suya! Creo que lo pude haber superado de no haber continuado bajo el mismo techo. Pero imagino que disfrutaba ver cómo, día con día, mi alma se hundía en la más profunda obscuridad al notar que su alegría la producía otro ser humano. Me hizo a un lado, me convertí en el objeto de su morbo, y no lo pude tolerar por mucho tiempo.

Nunca me declaré partidario de la venganza, pero no hallé otra manera de corregir esa situación. Mi alma estaba en juego, y era inaceptable ver que esa mujer gozaba por una causa ajena a mí.

Con decir una mentira me bastó para ponerles en situación de cometer un error. Mi supuesta ausencia, con motivo en un viaje laboral, les daría la oportunidad de hacer lo que toda pareja de amantes considera el mayor logro: pecar donde el matrimonio establecido tiene esa costumbre y obligación.

No fue difícil hacerme de un arma; aunque se cuente con poco dinero son de fácil acceso. Mi plan estaba hecho y lo cumpliría al pie de la letra.

— Adiós, querida, si no me doy prisa pierdo el vuelo.

La cafetería de la esquina resultó un buen refugio. Una taza, por favor, bien cargado. Los nervios crecían cada segundo. Más café, por favor. Por la ventana logré ver la llegada de Rubén. No había transcurrido ni una hora y ese ladrón ya estaba ahí. Sólo faltaba darles un poco de tiempo para atraparlos en el momento justo.

Veintitrés minutos más tarde pagué la cuenta, crucé la calle, entré al edificio, subí los peldaños hasta llegar a la quinta planta. La llave en una mano, la pistola en la otra. Quitarme los zapatos. Abrir sutilmente, sin hacer ruido. Caminar hasta la habitación, girar el picaporte, fornicación, gritos, confusión, súplicas, cuerpos desnudos, llanto, un arma, el frío metal, mi sien… ¡PUM!

Fue ahí donde decidí dejar una vida más. El recuerdo de mi muerte siempre les acompañará. Cuando vean sus sexos ahí estaré. Cuando menos así me darán una nueva vida, aunque no sea la más grata.

domingo, marzo 05, 2006

Aplauso 6 de marzo de 2006, El Noreste


Supe en aquel instante que, pasara lo que pasara, nunca podría volver a mis antiguos límites.
ELIZABETH KOSTOVA, La historiadora.

PÉTALO TRAS PÉTALO.
Por Juan Pablo Matarredona.

Cuando desprendí el primero sentí su latido vegetal, no pensé que fuese a convertirse en un vicio. Pero ahí me hallé, desafiando a la estabilidad, renunciando a los placeres dados para abordar ese tren al que muchos catalogan como el de la aventura. No te voy a mentir, tuve miedo, pero la capacidad de auto convencimiento se impuso a los presentimientos. Nada malo podía ocurrirme, mi situación no tenía manera de ser empeorada, pensé.


Es cierto que dudé cuando le vi por vez primera. Es verdad que no supe si debía extraer aquel miembro de su corola. Pero mi inclinación por lo incierto, por lo riesgoso, fue más fuerte que la comodidad a que estaba sujeto.


Los hombres no nos percatamos de la gravedad de nuestras faltas la primera ocasión que las cometemos. Todo lo contrario, creemos que estamos incursionando en un nuevo mundo, más amplio del que conocíamos. Esa novedad pareció extender mis horizontes, darme la oportunidad de demostrarle al mundo cuán capaz soy.


El juego ya había comenzado y todo estaba a mi favor. Ahora debía pasar al siguiente nivel. Le vi, su blancura me agazapó. Pude haber detenido la partida y equilibrar mi situación, pero la soberbia y la ambición me obligaron a continuar. Ya era tarde cuando escuché el silencioso gemido, mis dedos ya le poseían, le había separado del resto. El pánico me invadió, estoy seguro que nadie más escuchó su estruendoso grito, ese imperceptible sonido que trepó intempestivamente hasta mi conciencia; la culpa me invadió, y era mi sentido de la responsabilidad el que me obligaba a hacer algo por corregir la falta cometida.

Nadie me informó que no había manera de recomponerle; de hecho, nadie me explicó la dinámica y las reglas del juego. Fue mi deformada intuición la que me inclinó a jugarlo sin antes pensar fríamente, sin consultar con la autoridad. Intenté devolver cada amputado miembro a su lugar, pero fue imposible.

Era tarde, el grisáceo rumor ya dominaba la escena; sobre las nubes, del otro lado del mundo, había quedado la luz que decidí no aprovechar. Fue entonces que caí en cuenta de que era dominado por una vegetal ludopatía. Y así he continuado, arrancando uno por uno los elementos de su estética, desequilibrando más cada vez su perfecta composición.

Sus alaridos penetran con más insistencia tras cada operación. Ahora yo grito con ella. Una y otra vez… Fuerte, ¡más fuerte! Lo siento, lo vivo, lo padezco… lo… lo sufro. Pero aquí permanezco con mi masoquismo, atentando contra la naturaleza, desprendiendo cada una de las opciones que me plantea… Aun estoy aquí, deshojando la margarita.