Por Juan Pablo Matarredona
Me dio la impresión de que era esclavo de una sobrenatural especie de terror.
Edgar Allan Poe, La caída de la Casa Usher.
¿Lo imaginas? Parecía una escultura viviente; allí, paradito en la calle de Preciados como si alguien lo hubiese pausado justo cuando caminaba. La verdad es que el pobre hombre no olía nada bien, vamos, los indigentes jamás se han caracterizado por usar colonia. Dicen que cuando se dieron cuenta ya llevaba ahí más de catorce horas. ¡Joder! ¡Catorce horas en la misma posición! ¡Catorce horas sin hablar con alguien! ¡Catorce horas inmóvil! ¡Catorce horas atrapado en su cuerpo! Vaya paradoja, ¿cómo puede alguien terminar esclavo de su propio cuerpo?
Ya, ya, perdón… Sí, tienes razón, también los que son adictos al ejercicio son esclavos de sus cuerpos, pero en otra dimensión; por lo menos tienen el control de sus movimientos. En cambio este pordiosero fue encerrado allí sin que le dijeran ‘agua va’.
Al principio a la gente le pareció algo cómico, todos creían que estaba jugando; vaya ilusos, no creo que alguien tenga la capacidad de jugar a los encantados por catorce horas continuas. Así que no faltó el típico gracioso que intentó hacerle cosquillas o soplarle en la cara, ni qué decir del granuja que amenazó con golpearlo ‘para ver si del susto se movía’.
Creo que eran por ahí de las dos de la tarde cuando pasé a un lado de la Fnac y le vi; definitivamente algo movió en mí, porque desde ese momento decidí suspender todas mis actividades -que no eran muy urgentes- para estudiarle. Sí, ya sé, no soy ni psiquiatra, ni antropólogo, ni nada que se le parezca; vamos, ni la universidad terminé. Pero eso no limita mi derecho de analizar a la raza humana y vaya que éste era un espécimen digno de observación.
Primero me senté en la escalinata de un local aledaño que, por fortuna, estaba cerrado, así no molestaría a nadie, y desde ese emplazamiento lo observé detenidamente. Su ropa, muy sucia y roída, aún más el saco que le cubría; su calzado, curiosamente nuevo, seguro lo había robado; su pelo, ondulado, cano y desarreglado; la barba, tupida y amorfa; pero, lo más asombroso era su expresión, pues era la típica de alguien que está concentrado en algo que va más allá de lo que tiene enfrente, que, a pesar de tener los ojos fijos en un punto, su mirada va mucho más allá, seguramente hasta su interior. Y qué decir de la postura que, claramente, era la de un hombre en pleno acto de andar, con la pierna derecha al frente, un poco flexionada, contrario a la izquierda, que estaba completamente estirada y el talón de su pie no tocaba el suelo, como si se impulsara con la punta de esa extremidad. El brazo derecho hacia atrás, mientras que el otro, en la posición contraria, típico de alguien en plena andanza. Lo más curioso era el objeto que pendía de la mano zurda: un bolso femenino; se veía ya gastado, era café y estoy convencido de que no lo había hurtado, lo cargaba con tal seguridad que cualquier podría afirmar que allí dentro se encontraba la posesión más valiosa de ese hombre. ¿Cuál? ¡Uy, me lo pregunté un centenar de veces! Divagué al respecto por más de dos horas: un reloj, un documento, un afiche religioso, la fotografía de una mujer, el mechón de su primer hijo, un pedazo de pan, un cheque multimillonario, una caja llena de sueños, un libro escrito que revolucionaría la literatura, la fórmula para curar el cáncer, un billete de tren, un jabón de ducha; vaya, podrían ser un millón de cosas. Lo único que comprendí fue la importancia de ese bolso por la forma en que sus dedos estaban aferrados a sus asideras.
Luego de un par de horas mis glúteos, sí, esas minúsculas nalgas mías, ya se habían cansado de reposar sobre el rígido y frío escalón, por lo que decidí cambiar mi perspectiva y opté por tomar un punto de vista más dinámico, así que comencé a caminar en círculos a su alrededor. Para ese entonces ya éramos muchos los curiosos, sólo que la mayoría le miraba sólo por un rato; en los mejores casos iban y venían un par de veces para admirarlo o burlarse, como aquel niñato que, luego de observarlo en dos ocasiones, volvió con un amigo suyo para, entre risas, amarrarle las agujetas y así, en caso de que reaccionase, haber cometido la tradicional travesura; y qué decir del ladronzuelo que, en menos de tres segundos extrajo todo lo que encontró en los bolsillos del rígido sujeto; ni yo ni nadie de los presentes fuimos capaces de reaccionar a tiempo, cuando razonamos lo sucedido, el delincuente ya corría a toda velocidad.
Fue mientras realizaba uno de mis cíclicos rondines alrededor de Lorenzo, así decidí llamarle por su ajena mirada, que comenzaron a llegar miembros de la Guardia Civil y uno que otro psiquiatra, quienes no tenían la menor idea de qué hacer con nuestro escultural personaje. Lo que más me llamó la atención fue que nadie, absolutamente nadie, me pidió que me alejara de Lorenzo luego de que cercasen el perímetro que le rodeaba para evitar que le gente se acercara; por el contrario, parecieron entender muy bien la relación que estaba por desarrollar con esa momia viviente.
Después de casi tres horas de caminar dibujando el diámetro de su espacio vital y de mirar fijamente sus ojos cuando pasaba enfrente, logré establecer contacto, conseguí sentir que su mirada enlazaba con la mía. Y ocurrió lo que sucede cuando alguien presiona el disparador de una cámara fotográfica para que su obturador abra y cierre en cuestión de microsegundos. Tras ese instante comencé a sentirme cautivo, lejano, impotente. Y es que comprendí que me había esclavizado. ¿Quién es ese extraño que camina a mi alrededor y pretende ser yo? ¿Quién me ha suplantado? ¿Qué coño hago yo aquí dentro? ¿En qué momento me encerraron? ¿Qué hace toda esa gente mirándome? Personas que, fuesen científicos, rescatistas, médicos o gente de la más común, se preguntan sobre mi identidad, todos quieren saber quién soy. ¡Vaya incógnita! Lo que les desespera es que no hay quien pueda responderles y el único que según ellos podría hacerlo, está inmóvil, catatónico. ¡Qué bendición para mí! Pues ni aunque tuviese el control sobre el cuerpo que me cautiva, tendría la capacidad de responderles. Debo verle el lado bueno a las cosas, porque ésta es una excelente oportunidad para descubrirme. Por favor no me toquen y no se preocupen, que cuando tenga la respuesta todo volverá a la normalidad y podré continuar mi caminata con el bolso que le robé a aquella señora que se cansó de perseguirme.