Es hermoso no resignarse a olvidar.
ARTURO PÉREZ-REVERTE, El maestro de esgrima.
ARTURO PÉREZ-REVERTE, El maestro de esgrima.
DE TU EJEMPLO VIVO
Por Juan Pablo Matarredona
Hay temporadas que me gustan más que otras. No creo ser el único que piensa así, es que –hay que ser francos– algunas épocas nos hacen más felices, como la Navidad o las vacaciones de verano.
Estos días son así, de los que me ponen de mejor humor. Sé que parece extraño, pero es tu memoria la que me da la felicidad. No puedo esperar a que sea domingo para ir a platicar contigo, llevarte flores y sentarme sobre tu lápida por el resto del día… tu día, nuestro día.
Con ésta ya van a ser diez las veces que disfrutamos así el tercer domingo de junio. También fue un tercer domingo, pero de marzo, cuando los perdí a los tres, sí, también tres.
Ya te imaginarás cómo están las cosas por acá, se habla en televisión a todas horas sobre los papás (bueno, no tanto como otros años porque hay fútbol y campañas electorales, pero aun así se habla). Mis amigos renuevan las relaciones con sus padres –que todavía viven–, y se les escapa el presumir lo maravillosos que han sido siempre con ellos: que si les regalaron un coche, si les pagaron la escuela, si los llevaron de vacaciones a Europa… todas esas cosas que ustedes hacen por los hijos.
Pero son pocos los que tienen una relación tan profunda como la nuestra. No habrás podido invertir muchos años en mí, por cuestiones de mortalidad, pero siempre estuviste dispuesto a intimar lo necesario para compenetrar hasta el fondo.
Fueron muchas horas de diversión, algunas otras de regaños. Aquellos ratos de hacer ejercicio juntos, de poner a prueba tus músculos y mi resistencia, de contener el dolor y el cansancio. No importaban las secuelas que permanecían por días; ese momento a tu lado valía el sufrimiento físico.
Las salidas al cine para ver las películas de moda, ésas de las que todo el mundo hablaba, pero sólo tú sabías dar una opinión y una crítica certeras. Las comidas familiares. Los campamentos que hacías con Gerardo y conmigo: los tres hombres de la casa juntos frente a la naturaleza y sin mujeres. Los viajes a diferentes zonas del país, donde siempre supiste mostrarnos las distintas culturas que hay en esta nación tan compleja.
Pero, sobre todo, los momentos de consejo. Lograste constituirte como mi guía espiritual. Cada vez que enfrenté algún problema, allí estuviste para indicarme cómo arreglarlo y a qué soluciones debía recurrir. La convivencia de padre e hijo te llevó a ser el mejor educador sexual que se haya erigido en toda la historia. No creo que algún otro progenitor tuviese la madera que poseías para enseñar con tanto conocimiento en ese rubro.
Fueron tantos y tan variados nuestros momentos que todos sus recuerdos me producen alegría; bueno, casi todos. Sólo hay uno que no resultó para bien, no por lo que pasó, sino por sus resultados. Debo dejar en claro que te comportaste como todo un hombre aquella noche, como esperaba que te comportases.
Ese tercer domingo de marzo mi madre fue la imprudente. Tu embriaguez no era pretexto suficiente para no dejarte entrar a casa; por eso fui yo quien te abrió la puerta, para que pudieses darle una lección por buscar imponer su parecer y porque tú, le gustase o no, eras el jefe del hogar.
Me agradó la forma en que probaste tu musculatura contra su cuerpo, ¡qué mejor manera de educar! Lo de la pistola no era necesario, pero se veía muy bien. El problema fue la inmadurez de Gerardo al confrontarte; fue lo que te llevó a tomar la decisión adecuada: defender tu vida ante la terrible amenaza de una mujer y un pequeño.
Lo que nunca he comprendido es por qué acercaste el cañón a tu cabeza. Por más que le doy vueltas no llego a encontrar una explicación lógica. ¿Por qué dejarme solo y no llevarme con ustedes? Sólo quedé yo, y estoy aquí, esperando el momento de tener más edad para ser un padre tan cariñoso y dedicado como lo fuiste tú, que entregaste hasta la vida por tu familia.
Por Juan Pablo Matarredona
Hay temporadas que me gustan más que otras. No creo ser el único que piensa así, es que –hay que ser francos– algunas épocas nos hacen más felices, como la Navidad o las vacaciones de verano.
Estos días son así, de los que me ponen de mejor humor. Sé que parece extraño, pero es tu memoria la que me da la felicidad. No puedo esperar a que sea domingo para ir a platicar contigo, llevarte flores y sentarme sobre tu lápida por el resto del día… tu día, nuestro día.
Con ésta ya van a ser diez las veces que disfrutamos así el tercer domingo de junio. También fue un tercer domingo, pero de marzo, cuando los perdí a los tres, sí, también tres.
Ya te imaginarás cómo están las cosas por acá, se habla en televisión a todas horas sobre los papás (bueno, no tanto como otros años porque hay fútbol y campañas electorales, pero aun así se habla). Mis amigos renuevan las relaciones con sus padres –que todavía viven–, y se les escapa el presumir lo maravillosos que han sido siempre con ellos: que si les regalaron un coche, si les pagaron la escuela, si los llevaron de vacaciones a Europa… todas esas cosas que ustedes hacen por los hijos.
Pero son pocos los que tienen una relación tan profunda como la nuestra. No habrás podido invertir muchos años en mí, por cuestiones de mortalidad, pero siempre estuviste dispuesto a intimar lo necesario para compenetrar hasta el fondo.
Fueron muchas horas de diversión, algunas otras de regaños. Aquellos ratos de hacer ejercicio juntos, de poner a prueba tus músculos y mi resistencia, de contener el dolor y el cansancio. No importaban las secuelas que permanecían por días; ese momento a tu lado valía el sufrimiento físico.
Las salidas al cine para ver las películas de moda, ésas de las que todo el mundo hablaba, pero sólo tú sabías dar una opinión y una crítica certeras. Las comidas familiares. Los campamentos que hacías con Gerardo y conmigo: los tres hombres de la casa juntos frente a la naturaleza y sin mujeres. Los viajes a diferentes zonas del país, donde siempre supiste mostrarnos las distintas culturas que hay en esta nación tan compleja.
Pero, sobre todo, los momentos de consejo. Lograste constituirte como mi guía espiritual. Cada vez que enfrenté algún problema, allí estuviste para indicarme cómo arreglarlo y a qué soluciones debía recurrir. La convivencia de padre e hijo te llevó a ser el mejor educador sexual que se haya erigido en toda la historia. No creo que algún otro progenitor tuviese la madera que poseías para enseñar con tanto conocimiento en ese rubro.
Fueron tantos y tan variados nuestros momentos que todos sus recuerdos me producen alegría; bueno, casi todos. Sólo hay uno que no resultó para bien, no por lo que pasó, sino por sus resultados. Debo dejar en claro que te comportaste como todo un hombre aquella noche, como esperaba que te comportases.
Ese tercer domingo de marzo mi madre fue la imprudente. Tu embriaguez no era pretexto suficiente para no dejarte entrar a casa; por eso fui yo quien te abrió la puerta, para que pudieses darle una lección por buscar imponer su parecer y porque tú, le gustase o no, eras el jefe del hogar.
Me agradó la forma en que probaste tu musculatura contra su cuerpo, ¡qué mejor manera de educar! Lo de la pistola no era necesario, pero se veía muy bien. El problema fue la inmadurez de Gerardo al confrontarte; fue lo que te llevó a tomar la decisión adecuada: defender tu vida ante la terrible amenaza de una mujer y un pequeño.
Lo que nunca he comprendido es por qué acercaste el cañón a tu cabeza. Por más que le doy vueltas no llego a encontrar una explicación lógica. ¿Por qué dejarme solo y no llevarme con ustedes? Sólo quedé yo, y estoy aquí, esperando el momento de tener más edad para ser un padre tan cariñoso y dedicado como lo fuiste tú, que entregaste hasta la vida por tu familia.
1 comentario:
Oiga usté....yo no sabía que escribía tan bien. Una cosa es poner pendejadas como yo, y otra muy diferente, estar tan inspirado como tú. Me da gusto platicar contigo pues estabas medio perdido. Además, estás igual de loco que yo...te gusta lo mismo que yo en el ámbito súper profesional y en aquello del amor jaja
Besos y pórtate mal.
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