Por Juan Pablo Matarredona
Desconocer lo que va a ocurrir más adelante
supone un desafío -un juego darwiniano-
que nuestra mente no puede dejar de encarar y resolver.
Jorge Volpi, Leer la mente.
Para muchos la escritura es una actividad solitaria. El argumento es sencillo: cualquiera se sienta frente al ordenador a teclear palabras sin la necesidad de compartir esta acción con nadie, sino hasta el momento de tener un resultado, y eso sólo en caso de querer ser leído, pues en bastas ocasiones a quienes escriben –me da pavor usar el término ‘autores’ para no herir la susceptibilidad de aquellos que creen que es un concepto exclusivo para denominar a los doctos del quehacer creativo– ni siquiera les interesa la repercusión. En el caso de este inexperto escritor puedo asegurar que siempre he creído en la individualidad de esta labor y, en la mayoría de las veces, en su completa privacidad, por lo que me reservo muchos relatos ante al celo de compartirlos con fisgones que deberían concentrarse en sus historias en lugar de husmear en las ajenas.
Hoy intento desarrollar un texto, un cuento del que conozco casi todos los detalles excepto el desenlace. Me monto en el coche y comienzo a revivir una historia de diecisiete años de edad, son demasiadas las cosas que pasan por mi cabeza y permean mis emociones: la esquina de Homero y Schiller en esa colonia que tanto detesto; unos dominantes ojos verdes que hacen juego con aquella tímida sonrisa, un auricular que sirvió como comunicación ante la imposibilidad geográfica y autoritaria por tantos y tantos años, un inesperado reencuentro que desencadenó dicha y desgracia, noches de vigilia e incertidumbre, miedo, pasión, deseo, responsabilidad… aparente imposibilidad.
Me detengo frente a esa cafetería de origen gringo que hoy domina al mundo, activo las intermitentes para prevenir a los demás automovilistas, entro al local, la chica detrás del mostrador ya sabe lo que quiero –¡qué patético ser consumidor frecuente de un producto de tan mala calidad!–, automáticamente le entrego un billete de cincuenta pesos sabiendo que me devolverá sólo una moneda, cojo la bebida y salgo. Regreso al coche y lo pongo en marcha, al igual que a mi mente y a mis recuerdos que, a la distancia, me hacen dudar de su autenticidad.
Una cascada de imágenes atraviesa mi cabeza: aquella virgen dentro de un diminuto departamento en Polanco, la fachada de un colegio del que nunca había escuchado, un pelaje dorado que siempre me ha impresionado. Son demasiados los sonidos que emergen del pasado, de mis sueños y de mis deseos para reconstruir los hechos: una risa tímida, pero honesta; esa dulce voz a través del teléfono que afirmaba ser mi conciencia; esas palabras tan determinadas en el momento más íntimo de mi vida, un ‘te amo’ proferido fuera de tiempo y no correspondido gracias al miedo.
Ya en casa e instalado frente a la computadora, mis dedos teclean párrafos como acelerados martillos; paro y, tras seleccionar todo lo escrito, con una sola acción lo desaparezco. Me pongo de pie y busco desdibujar los puntos básicos del relato, de darle forma y sentido. Doy vueltas por el apartamento, dejo caer mi no tan liviano cuerpo sobre el sofá, me apeo de nuevo, camino, me detengo, dudo, pienso, siento, pero no llego a nada. Resuena en mi mente el nombre de mi homónimo, saboreo ese mezcal como si aún circulase por mi paladar, escucho esa canción como si estuviésemos de nuevo en el escenario cantando ante desconocidos, siento esa encantadora asincronía que genera una dócil boca ante una muy osada, me lleno de un aliento que no sé si disfruté en verdad o es un espejismo de mis deseos, recuerdo verla a mi lado al abrir los ojos por la mañana… por lo menos creo haberlo hecho en algún punto del pasado.
Escribo, me detengo y elimino. Una secuencia que se repite durante horas y que podría continuar así, indefinidamente, hasta que me dicten el final de esta inconclusa historia. Y es precisamente ahora que me doy cuenta de ello, es el momento en que me convierto en la más temerosa presa del pánico. Cierro mi laptop en un instante y sin dudarlo, escapo a mi habitación y me refugio bajo las mismas sábanas donde mis confusos recuerdos afirman haber conocido esa perfecta imperfección que tanto me fascina. Con un miedo jamás vivido asimilo lo que hasta hoy no pude ver: este cuento no me pertenece sólo a mí, escribir ya no volverá a ser mi actividad solitaria. Hoy es cuestión de azar el desenlace de mi historia. Hoy estoy aquí, irresoluto y temeroso, cobijado en el mismo sitio donde quisiera estar con ella para concluir con este relato y, también juntos, dar inicio a muchos más. Sé que merezco ese ansiado final. Hoy sé que somos dignos de la solución a este azaroso dilema.